22 diciembre 2016

El Hijo

La Esposa joven sabía cómo era, pero no tan bien, o con tanto detalle, o de una manera clara en especial. En realidad, el Hijo le había gustado precisamente porque no era comprensible, a diferencia de todos los demás chicos de su edad, en los que no había nada que comprender. La primera vez que lo vio, le chocó por la elegancia de enfermo con que ejecutaba sus gestos, así como por cierta belleza de moribundo. Estaba perfectamente, por lo que ella sabía, pero alguien que tuviera los días contados se habría movido como él, se habría vestido como él y, especialmente, se habría callado a ultranza como él, para hablar sólo de cuando en cuando, en voz baja y con una intensidad irrazonable. Aparecía como marcado por algo, pero que se trataba de un destino trágico era una deducción un tanto demasiado literaria que la Esposa joven aprendió pronto, e instintivamente, a superar. En realidad, en la maraña de esos rasgos fragilísimos y esos gestos convalecientes, el Hijo escondía una terrible avidez de vida y una rara facilidad de imaginación: virtudes ambas que en esos campos resultaban de una inutilidad espectacular. Todo el mundo lo consideraba inteligentísimo, algo que para la sensibilidad común equivalía a considerarlo anémico, o daltónico: una enfermedad inofensiva y elegante. Pero el Padre, desde la distancia, lo espiaba y sabía; la Madre, desde más cerca, lo protegía e intuía: tenían un hijo especial.

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El Hijo que Baricco ha creado para La Esposa joven entra directo a mi colección de descripciones favoritas de personajes. Podría quedarme a vivir en esa frase que dice "virtudes ambas que en esos campos resultaban de una inutilidad espectacular"...

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